Jesucristo dio a su Iglesia la responsabilidad de predicar el evangelio del Reino de Dios y de hacer discípulos en todo el mundo. “Id, y haced discípulos a todas las naciones... enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:19-20).
Los deberes de la iglesia
Jesucristo dio a su Iglesia — el cuerpo de creyentes espiritualmente transformados — la responsabilidad de predicar el evangelio del Reino de Dios y de hacer discípulos en todo el mundo, enseñándoles exactamente lo que él había enseñado (Mateo 24:14; 28:19-20).
Esa responsabilidad o misión no terminó cuando murieron los primeros discípulos. La misión de la Iglesia, dada primeramente a los apóstoles, ha ido pasando de generación en generación, y Jesucristo prometió estar con todos sus fieles seguidores continuamente hasta el día en que él retorne (Mateo 28:20).
El apóstol Pablo les hizo saber a Festo, gobernador de Judea, y al rey Agripa, que Jesús lo había enviado para que abriera los ojos de la gente a fin de que se convirtiera “de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios y recibiera, por medio de la fe en Cristo, el perdón de sus pecados y herencia entre los santificados” (Hechos 26:18).
En una de sus epístolas, también escribió: “No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego” (Romanos 1:16). El evangelio es el mensaje de Dios acerca de cómo vendrá la salvación a la humanidad, empezando con su Iglesia.
La Iglesia de Dios desempeña varios papeles en la salvación del mundo.
Es la sal de la tierra (Mateo 5:13),
La luz del mundo (vv. 14-16),
La casa o familia de Dios (Efesios 2:19; 1 Pedro 4:17),
Y la “columna y baluarte de la verdad” en un mundo espiritualmente confundido (1 Timoteo 3:15).
Examinemos las múltiples responsabilidades que Cristo dio a ese pueblo especial que es su Iglesia.
El apóstol Pablo describe la responsabilidad de la Iglesia como el “ministerio de la reconciliación”, porque “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Corintios 5:18-19).
El propósito principal de Dios es juntar —reconciliar— a toda la humanidad con él. La Iglesia desempeña un papel importante en este valioso esfuerzo. Dios le ha encargado que predique cómo ocurrirá la reconciliación, y debe bautizar a los que crean este mensaje.
¿Cuándo se llevará a cabo esa reconciliación? Un concepto común pero equivocado es que Jesús comisionó a su Iglesia para que salvara al mundo en este tiempo. Pero no es eso lo que enseña la Biblia y no es lo que Pablo quiso decir en 2 Corintios 5:18-19.
El ministerio de la reconciliación de la Iglesia es sólo el principio de una fase mucho más amplia en el plan de Dios para reconciliar consigo al mundo por medio de Jesucristo.
Dios comisionó a la Iglesia para que proclamara la salvación al mundo. Pero proclamar la enseñanza de Jesucristo acerca de la salvación es muy diferente de llevar al mundo a la salvación. Para esto último será necesario hacer que toda la humanidad se arrepienta y se convierta; ese trabajo tendrá que esperar hasta que Cristo retorne.
Cristo, a su retorno, empezará la reconciliación de la humanidad con Dios conduciendo al arrepentimiento a los descendientes de Jacob (Israel). En ese tiempo “todo Israel será salvo”. ¿Cómo? “Vendrá de Sion el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad” (Romanos 11:26).
Luego de que estos descendientes de Israel hayan aprendido a obedecer como nación, “vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid, y subamos al monte del Eterno, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas. Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del Eterno” (Isaías 2:3). Otro de los profetas nos dice: “Así ha dicho el Eterno de los ejércitos: En aquellos días acontecerá que diez hombres de las naciones de toda lengua tomarán del manto a un judío, diciendo: Iremos con vosotros, porque hemos oído que Dios está con vosotros” (Zacarías 8:23). La humanidad empezará a darse cuenta de que aún es necesario obedecer la ley que Dios le dio al antiguo Israel. Los hombres se desharán de sus prejuicios e incluso empezarán a guardar las fiestas bíblicas (Levítico 23).
Los que permanezcan en actitud rebelde, pronto tendrán que enfrentarse a terribles circunstancias porque Dios impedirá que haya lluvia en sus campos hasta que cambien su actitud: “Todos los que sobrevivieren de las naciones que vinieron contra Jerusalén, subirán de año en año para adorar al Rey, al Eterno de los ejércitos, y a celebrar la fiesta de los tabernáculos. Y acontecerá que los de las familias de la tierra que no subieren a Jerusalén para adorar al Rey, el Eterno de los ejércitos, no vendrá sobre ellos lluvia” (Zacarías 14:16-17).
Como Cristo conoce muy bien la naturaleza humana, hará lo que sea necesario en ese tiempo para cambiar el modo de pensar de la gente y así conducirla al arrepentimiento. Pero esto no se hará hasta después de que él haya retornado.
Aunque la Iglesia debe proclamar un mensaje al mundo en el que está incluido un llamado al arrepentimiento, en las Escrituras se nos dice que serán muy pocas las personas que verdaderamente se arrepientan antes de la venida de Cristo. Por lo tanto, la responsabilidad de la Iglesia no es conducir a todo el mundo al arrepentimiento en este tiempo.
Jesús dijo a sus discípulos: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he venido al mundo” (Juan 16:33). También dijo: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Juan 15:18-19).
El pueblo de Dios nunca ha gozado de muchas simpatías o influencia en este mundo. Jesús describió su destino cuando dijo: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mateo 7:13-14).
Así es. Sólo unos pocos están dispuestos a seguir las enseñanzas de Jesucristo cuando las escuchan y entienden. Pero a los que las siguen fielmente él los consuela diciéndoles: “No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino” (Lucas 12:32).
Dios nos dice que en el tiempo actual su pueblo será una manada pequeña. Él está llamando sólo a unos pocos, sus primicias, para que sean ejemplos de lo que es su camino de vida al resto del mundo.
Jesús les dice a sus verdaderos seguidores: “Vosotros sois la luz del mundo... Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:14-16).
Dios comisionó a la Iglesia para que diera el ejemplo de lo que es su camino de vida. Es decir, por medio de la Iglesia Dios está mostrándole al mundo el modo correcto de vivir. Uno de los apóstoles exhorta a los miembros de la Iglesia para que mantengan “buena [su] manera de vivir entre los gentiles; para que en lo que murmuran de [ellos] como de malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al considerar [sus] buenas obras” (1 Pedro 2:12).
Durante “el presente siglo malo” (Gálatas 1:4), la Iglesia de Dios constituye sólo la primera parte de la gran cosecha que él llevará a cabo para dar la vida eterna a los seres humanos.
El apóstol Santiago, refiriéndose a los seguidores de Cristo e incluyéndose él mismo, dice que “por su voluntad [Dios] nos engendró por la Palabra de Verdad, para que seamos primicias de sus criaturas” (Santiago 1:18, Nueva Reina-Valera). Los verdaderos cristianos han sido “redimidos de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero” (Apocalipsis 14:4).
Los miembros de la Iglesia apostólica entendían claramente el uso bíblico del término primicias. “Como reconocimiento del hecho de que todos los productos de la tierra venían de Dios, y en agradecimiento por su bondad, los israelitas le llevaban como ofrenda una parte de los frutos que maduraban primero, los cuales eran considerados como un adelanto de la cosecha venidera” (Zondervan Pictorial Bible Dictionary [“Diccionario bíblico ilustrado de Zondervan”], 1967, artículo “Primicias”).
Las primicias eran la primera parte de la cosecha, la cual los israelitas apartaban para Dios. Después de juntarlas y consagrarlas a su Creador, levantaban el resto de la cosecha. Los apóstoles y los miembros de la Iglesia primitiva entendían que, como primicias, la Iglesia es la primera parte de la cosecha que Dios hará de toda la humanidad. La inmensa parte de la cosecha no se llevará a cabo hasta después del retorno de Jesucristo.
Aquellos a quienes Dios llame en este tiempo tomarán parte en la labor de salvar al mundo, pero no lo harán en el tiempo presente ni como seres humanos. Al retorno de Jesucristo serán resucitados o transformados en seres espirituales.
Dios los resucitará o transformará a la vida eterna como las primicias de su cosecha, dándoles la inmortalidad al retorno de Jesucristo (1 Corintios 15:20-23, 51-53). Serán reyes y sacerdotes en el Reino de Dios (Apocalipsis 5:10).
Como hijos inmortales de Dios, ellos reinarán con Cristo por mil años y enseñarán al mundo cómo obedecer a Dios: “Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años” (Apocalipsis 20:6). La resurrección a la vida eterna de estos fieles seguidores de Jesucristo al principio de los mil años será sólo la primera resurrección (vv. 4-6).
Jesús dijo: “No os extrañéis de esto: llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio” (Juan 5:28-29, Biblia de Jerusalén).
Los que tengan parte en esta resurrección, una resurrección de juicio, resucitarán como seres físicos nuevamente (Ezequiel 37:1-10). Entonces aprenderán los caminos de Dios, teniendo así la oportunidad de reconocer sus pecados, arrepentirse y recibir el Espíritu Santo. Cuando así lo hagan, también ellos podrán recibir la inmortalidad.
En los versículos 12-14, Ezequiel describe esa resurrección: “Por tanto, profetiza, y diles: Así ha dicho el Eterno el Señor: He aquí yo abro vuestros sepulcros, pueblo mío, y os haré subir de vuestras sepulturas... Y pondré mi Espíritu en vosotros, y viviréis, y os haré reposar sobre vuestra tierra; y sabréis que yo el Eterno hablé, y lo hice, dice el Eterno”.
Los seguidores de Cristo son las primicias de los redimidos. Ellos viven ahora en un mundo engañado, y deben luchar para ser “irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual [resplandecen] como luminares en el mundo” (Filipenses 2:15).
Ya hemos visto que Jesús les dijo a sus seguidores que fueran por todo el mundo haciendo discípulos en todas las naciones y enseñándoles los caminos de Dios. Esto requiere colaboración y organización. Para describir en forma efectiva el funcionamiento ordenado del pueblo de Dios y el gran cuidado que los miembros deben tener los unos por los otros, el apóstol Pablo usó como analogía el cuerpo humano: “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular. Y a unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros, luego los que hacen milagros, después los que sanan, los que ayudan, los que administran, los que tienen don de lenguas” (1 Corintios 12:27-28).
Jesucristo es quien dirige el funcionamiento de la Iglesia (Colosenses 1:18). Para hacer hincapié en lo mucho que la Iglesia necesita su guía, Jesús se comparó a sí mismo con una vid: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5). La vida y el éxito de los cristianos dependen del poder y la inspiración que reciben de Jesucristo.
Las funciones dentro de la Iglesia son establecidas por él mismo, “a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Efesios 4:11-12). En 1 Corintios 12:4-6 se nos dice que en el Cuerpo de Cristo “hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de operaciones, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo”.
Entre los dones espirituales que Jesucristo da a los miembros de su Iglesia están los del liderazgo espiritual: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros (Efesios 4:11). A ellos se les ha confiado la responsabilidad de enseñar, nutrir, proteger y edificar a los miembros de la Iglesia. Los requisitos o cualidades espirituales que deben tener las personas a quienes se les ha confiado esta responsabilidad se encuentran claramente enunciados en 1 Timoteo 3:1-10 y Tito 1:5-9.
Estos individuos deben cuidar amorosamente del rebaño de Dios (Juan 21:15-17; 1 Pedro 5:1-4) de manera que todos los miembros de este cuerpo espiritual puedan llegar “a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13).
Con sus palabras y con su ejemplo, deben guiar al pueblo de Dios para que todos colaboren en unidad, amándose, respetándose y ayudándose mutuamente: “Porque los que en nosotros son más decorosos, no tienen necesidad; pero Dios ordenó el cuerpo, dando más abundante honor al que le faltaba, para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros” (1 Corintios 12:24-25).
Todos los que son guiados por Cristo se dan cuenta de que en ellos hay un mismo Espíritu: el Espíritu de su Creador, el cual los hace el pueblo de Dios. Ese poder los guía a colaborar en unidad en el cumplimiento de la comisión que Cristo dio a su Iglesia cuando dijo: “Id, y haced discípulos a todas las naciones... enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado...” (Mateo 28:19-20).
La Iglesia que Jesucristo estableció es ese cuerpo especial de seres humanos que, guiados por el Espíritu de Dios, obedecen sus mandamientos y con gran celo se han propuesto cumplir con la comisión que se les ha encomendado.